Según Nancy, se orientaba en la playa como si tuviera una brújula. Jugaba a la pelota durante horas con amigos que conocía del balneario y nunca se perdía. Andaba en bici "hasta que la plaza se cerraba con él" y se reía a carcajadas al leer las historietas de Patoruzú. Era un varón incansable.
Hasta los tres años aproximadamente no habló. Se comunicaba por señas mientras se chupaba el dedo. Lo llevaron al psicólogo, que dijo que cuando empezara a hablar no lo iban a poder parar. Y así fue: una especie de locomotora.
Siempre el mejor alumno, abanderado, llegó a dar 7º grado libre. Aunque era muy desprolijo en sus cuadernos, tenía fea letra de zurdo.
Comía mucho pero selectivamente, bife, tomate y hasta ¡seis bananas en un día!
-Señora ¿tiene un mono en su casa? --preguntaba el verdulero por la cantidad que compraba cada día Nancy, mi mamá. No sólo por las bananas que comía podía ser un mono, sino también porque de bebé saltaba de la cuna al sillón y del sillón al piso, se agarraba de los barrotes e intentaba arrastrarla como un auto sorteando muebles por la pieza.
No quería quedarse petiso como Nancy, así que a los trece años gracias a un tratamiento con un endocrinólogo creció siete centímetros. Desde siempre su pasión fue, el fútbol, Boca Juniors y personajes históricos. La tía Perla le contaba historias de los próceres para entretenerlo desde los cinco años. Las que más le gustaban eran las vidas de Moreno y Luis Pasteur. Así era mi hermano, la persona más admirada de mi infancia.
Para mí, que nací cinco años después, era mi compañero de juegos. Por las tardes, yo hacía de arquero en el zaguán y el pateaba mientras yo atajaba, a cambio de que después jugáramos a las visitas. Pacto que por lo general no se cumplía. En otras ocasiones las protagonistas eran las figus contra el zócalo del comedor grande. También recuerdo que nos hamacábamos muy alto en el jardín. A veces me empujaba muy fuerte para darme susto. Éramos titanes en el ring en la cama grande. Yo siempre quería ser la Momia, luchador sordomudo y de movimientos congelados; y él, un Martín Karadagian amenazante.
Sus amigos y compañeros de militancia lo llamaban "Pato Fellini", por su manera de caminar y su admiración por el cineasta. Hoy, todavía es un Pato que navega sin olvido, una sombra, un espectro de la memoria insepulto. Un desaparecido.